De Marta Ugarte a Rodrigo Melinao

Lo imprescindible que nos resulta la insistencia en la ceniza que deviene galaxia es la fuerza que cobra esta musculatura para el enunciado de la incomodidad. Romper la época, arrasarla, darle categoría y régimen, como fue la vocación del Hombre de Piedra, el nietzscheano, el verdadero trágico chileno, la única persona de la que comprendemos el orgullo de una nacionalidad desaparecida, cuando ésta no era aún la summa del plástico y la sinvergüenzura, o el cedazo del miedo.

En el momento que el silencio no es omisión sino omertà, es decir, evidencia de la asociación ilícita terrorista entre el Estado y los medios masivos de producción de sentido, enunciar el nombre de los que con sus cuerpos irrumpen ante lo público puede ser el primer paso para superar la denuncia del crimen legitimado, para desmontar el fetiche beato de la derrota y reconocer que allí donde se despliega la normalidad con ella se amplía el desierto, se merma a la población, se despuebla. Donde se impone el orden del capital, que es el estado de ánimo de La Modernidad, que es la carta de navegación de aquella primera división epistemológica -la que supone el dominio de la razón humana sobre la multiplicidad de las fuerzas de lo vivo- allí, en este imperio del Uno, la vida se reduce a sobrevivencia, funcional y calculada, y entonces la vida que resiste es acallada, es encarcelada, es torturada y, si no basta, asesinada.

Un cuerpo irrumpe en el desierto. El desierto ha avanzado en los campos del terror, con el sólo objetivo de hacer de este orden antivital el único posible, el único legítimo, el orden deseable. Los combatientes contra la dictadura afirmaban la vida porque veían en la tiranía el avance del desierto. No imaginaban que tan sólo unas décadas después el desierto iba a devenir el deseo de sus propios camaradas, en este Régimen de las Migajas en que la traición se ha convertido en estatuto de honra para los ingenieros de cálculo de la política profesional. La distancia entre revolucionarios y reformistas es el abismo entre el arrojo y el maquillaje, la posibilidad o necesidad de reconocer que la vida se va en la batalla, y que las eventuales mejoras en las condiciones de trabajo, salud, vivienda o educación, son sólo la farmacéutica que da continuidad a los signos vitales de las masas alienadas.

El cuerpo de Marta Ugarte irrumpe en la playa La Ballena, el dispositivo mediático dominante -que desde 1973 no es otra cosa que la división de comunicaciones del Estado parapolicial- monta una ficción que luego repetirá mientras la sangre de la resistencia desborde el espacio de lo público. La prensa cumple aquí, bajo el guión del crimen pasional, con el papel de Amerigo Bonasera, el director de funerales que recompone el cuerpo acribillado de Sonny, bajo las órdenes de Vito Corleone en El padrino. Entonces, el cuerpo que irrumpió, cadáver administrado cosméticamente por El Mercurio, es presentado ante lo público como una ficción, desde la cual pierde todo carácter disruptivo, denunciante y, por supuesto, veritativo. Solamente la organización de los familiares de los detenidos desaparecidos permite, quince años después, el reconocimiento de este montaje biopolítico ante el organismo del Estado encargado de la reconciliación del país.

6 de agosto de 2013. Otro cuerpo irrumpe, esta vez en Wallmapu, un contexto geopolítico diferente: la continuación de la guerra de exterminio mapuche, bajo sofisticados métodos militares, en favor del avance de las empresas forestales y la seguridad de los terratenientes. El cuerpo, abatido por tiros de escopeta, corresponde a Rodrigo Melinao Licán, mapuche de 26 años, miembro de la comunidad Rayén Mapu, en la división territorial municipal de Ercilla. El peñi, si se nos permite brevemente abandonar por solidaridad el winkazugún, había sido condenado por la fiscalía por delitos de incendio forestal, a lo que Rodrigo, consciente de que las leyes de la tierra están por encima de cualquier ley humana, y que la expansión forestal y policial es, en esta etapa del etnocidio, una guerra contra la tierra y la vida, había decidido desobedecer y resistir en la clandestinidad.

Esta vez no hubo cosmética directa para teñir de naturalidad el asesinato de Rodrigo. El cuerpo que irrumpió era un cuerpo que ya había sido sentenciado, era una vida que ya había sido minorizada y combatida desde la colonización imperial hasta la conquista nacional. El desierto que llegó en tres carabelas hoy se expande en tanquetas y drones, pero se legitima a través de los medios masivos de producción de sentido. Se hace deseable mediante los dispositivos mediaticopolíticos, que a su vez se presentan como inocentes canales de información, necesarios para el orden demoliberal y la siempre amenazada estabilidad.

Ante la carencia de las preguntas imprescindibles del más básico ejercicio de periodismo: ¿quiénes lo mataron?, ¿por qué?, ¿quiénes pusieron su cuerpo allí?, ¿para qué?, ¿quiénes consideraban un peligro la vida de Rodrigo?; emanaron las denuncias de montaje, responsabilizando a las policías y los paramilitares neocolonialistas, fijando toda la atención sin embargo en el cuerpo individual de Rodrigo, en la subjetividad, en el cuerpo desinscrito, omitiendo de esta forma aquello de lo que se estaba eliminando a Rodrigo, aquello a lo que pertenecía. Allí, el límite de la denuncia, su bandera del fracaso: con la muerte del cuerpo individual sus asesinos buscaron precisamente infligir la herida al cuerpo social del que Rodrigo era parte, la communitas mapuche.

He aquí dos capítulos trágicos del desierto y el despojo. Dos nombres que al nombrarlos nombran dos pueblos. Dos cuerpos que irrumpen telúricos en la guerra contra la vida.

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