Yo nací sin voz
sólo con la certeza de que mi nombre y otros tantos pesan fuerte
al interior de mi cabeza
con la gravedad de una desesperación tectónica,
desesperación ante el espanto de nacer sin origen
como la grande y larga huella que va dejando, entre los cerros,
la estampida de todos los actos de dolor padecidos
por una comunidad de seres vivientes
sobre el trasfondo pintoresco de nuestra obsesión con el futuro.
Y con qué cara podría yo quejarme de esta obsesión
con qué autoridad quitarle mérito a este sano instinto de
sobrevivir al eclipse de la lindura en el universo.
Nacer sin voz, sin papeles,
nacer en el epicentro de los olvidos que aún no nacen,
habiendo desaparecido tanto viajero lejano
buscándose y no encontrándose
entre largas nubes de hielo y balas,
habiéndose extraviado tantos antes de que yo me extraviase
yo a mi manera insípida caminando
sin recordar ni mi nombre ni mi ropa.
Contraje una voz
la deduje del frío que me da pensar en levantarme,
me la armé con tabaco seco
con los restos de aquellos suspiros del pasado que no alcanzaron
a reencarnar en moneda.
Esta voz la encontré aquí plantada
como bandera vieja, como casa vacía,
sumergida en el celibato de la teoría revolucionaria,
desorientada, irreflexiva y torpe
como un invierno masculino
pidiendo unas limosnas entre los callejones de una ciudad al sur de la historia.
Vi casas con gente yendo y viniendo
techos y montañas y lápices
y fue entonces que contraje estas palabras
en el espacio de unas décadas que se derretían
al calor de una poesía que no estaba siendo escrita.
Sobrevivir a la vida
cuando es tan fácil conseguir que te maten,
ahí es cuando callarse se vuelve inoportuno,
lo siente uno como atravesándole los huesos de la cara
la gente que desaparece y las historias
que no llegan a ser contadas.
El descanso se vuelve redundante
y la comida parece llegar siempre más fría a la mesa.